En las navidades de 1990 un destacamento de soldados españoles aguardaba el comienzo de la operación Tormenta del Desierto, con la que una coalición internacional liderada por Estados Unidos buscaba que Irak se retirase de Kuwait, el país que las tropas de Saddam Hussein habían invadido ese verano. Para amenizar esa tensa espera, el ministro de Defensa español de aquel tiempo, Narcís Serra, tuvo la feliz idea de llevar a Marta Sánchez, que en aquel momento vivía días de vino y rosas, al puerto de Abu Dhabi. Allí, a bordo de la fragata Numancia, la voz de Olé Olé interpretó naíf y pizpireta su tema “Soldados del amor” ante cientos de militares extasiados y abstraídos un rato de la pena por faltar en casa en fechas tan entrañables. Uno de ellos, erigido portavoz del grupo, instó a sus madres a la calma, “que estamos aquí muy bien con Marta”. “Y que se coman el pavo muy bien”, remató. Con todo, unir para la posteridad su nombre a la operación Tormenta del Desierto no fue lo más interesante que le ocurrió a Marta Sánchez aquel 1990. En el verano de ese año, mientras Saddam tomaba Kuwait, un extraterrestre llamado Gurb aterrizó en Cerdanyola y, con el objetivo de pasar desapercibido, adaptó el aspecto de la cantante (cosa que a esta, por lo visto, no le hizo demasiada gracia). Nada más plantarse en la Barcelona preolímpica Gurb/Marta Sánchez se subió a un Ford Fiesta y, a partir de ahí, se le perdió el rastro. El alien que va en su búsqueda, y que tiene la misma querencia de Gurb por la suplantación de personalidad, adopta otras identidades, incluidas en la escala fisonómica que va de Manuel Orantes a Eisenhower pasando por Viriato, D’Alembert y Giorgio Armani.
Inicialmente, Sin noticias de Gurb fue un folletín que Eduardo Mendoza publicó en las páginas de El País durante agosto de 1990, en esa época en la que a los periódicos les cuesta más llenar sus páginas y los lectores piden contenidos más livianos. El diario describió la historia de forma un tanto lacónica, con palabras que podrían haberse utilizado para la faja de ochenta o cien novelas de la época: “Sin noticias de Gurb, aunque formalmente pertenezca a la ficción científica, comporta una visión llena de humor y de ironía de la sociedad actual y de sus principales defectos”. Un año más tarde, ya como libro a 975 pesetas y editado por Seix Barral, su director literario, Pere Gimferrer, la elogió como “la mejor de las novelas ligeras de Mendoza”, que es algo que suele decir un editor cuando quiere vender muchos ejemplares de la flamante novela ligera de su autor. Ángel Basanta, crítico literario de ABC, sí se prodigó algo más, aunque sin alharaca: “considerada como una obra menor, no hay por qué poner mayores reparos a esta novela de escasa ambición creadora, que cumple la función para la que fue concebida”. Tengo al lado del ordenador, mientras escribo, una edición reciente de Gurb. Lo hojeo y creo que a sus más de treinta años se conserva bien. Se trata de un libro importante para mí, pues fue una entrada a la literatura de adultos: Gurb es, en mi caso, el hito que marca el paso de Harry Potter y las ediciones naranja y roja de El Barco de Vapor a los libros de mayores. En esa edad crítica en la que, en función de lo que caiga en sus manos, uno puede aferrarse al vicio de la lectura o abandonarlo, mi padre tuvo el buen ojo de enseñarme un ejemplar ya ajado de Gurb. Desde entonces, la obra de Mendoza ha sido una compañía, unas veces más intensa, otras más discreta, pero en cualquier caso constante: leí sin apenas pausa La verdad sobre el caso Savolta, libro que acaba de cumplir el medio siglo, he regalado varias veces las andanzas del bandarra Onofre Bouvila en la encantadora La ciudad de los prodigios, La aventura del tocador de señoras me hizo reír como pocos libros han conseguido, a El laberinto de las aceitunas y El año del diluvio no terminé de pillarles la gracia y, ya más recientemente, he disfrutado de un Mendoza algo menor pero aún con chispazos de genialidad en El rey recibe o Tres enigmas para la Organización. En la nota de prensa que ha publicado la Fundación Princesa de Asturias a propósito de la entrega a Eduardo Mendoza del Premio Princesa de Asturias de las Letras, se destaca lo siguiente: “la capacidad de Mendoza para utilizar diferentes discursos y estilos narrativos de forma sencilla y directa, aunque no exenta de cultismos, arcaísmos y lenguaje popular”. Esto es algo difícil de rebatir: creo que con ningún otro autor –quizá el filósofo Jorge Freire– he aprendido tanto español como con Mendoza. Un español, además, que abarca todos los registros: lo culto y lo cheli, lo académico y las germanías de los manicomios, el barrio Chino y los arrabales (abro Sin noticias de Gurb por la página 49: “andoba”, “tetamen”). Y luego, claro, está su duende onomástico. Es un genio para bautizar a sus personajes, vaya aquí una pequeña muestra: Amparín Lasarte, Lolita Galaxia, Domingo Pajarito de Soto, Jetulio Pencas –de profesión agente mendicante–, Víctor Escolá y Perrerías, Buscabrega, Soponcio Velludo. Cuando presentó Tres enigmas para la Organización, su novela más reciente, dijo el autor barcelonés: “Cuando acabé y publiqué mi última novela, decidí no volver a escribir obras de ficción. Pensé que ya eran muchas. Pero no es fácil abandonar un hábito adquirido en la infancia y sí era fácil saltarme una norma que me había impuesto yo mismo”. Yo me encomiendo a que Mendoza se siga saltando sus normas.