Foto: Wikimedia Commons.

El poder del papa

Sería deseable que León XIV use la influencia que deriva de encabezar a millones de fieles para retomar los modos y objetivos de Juan XXIII.
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¿Cuántos batallones tiene el papa? Con esa pregunta, cuentan, desechó Stalin el descontento que podía generar en la Iglesia la imposición del comunismo en los países católicos de Europa central después de 1945.

Es una pena que no haya vivido para ver a las multitudes –los batallones de la Iglesia– que se reunieron para seguir, tocar y, sobre todo, oír a Juan Pablo II, nombre que había adoptado el cardenal polaco Karol Wojtyla al ser electo papa en 1978. Wojtyla había sido por años parte de la resistencia al régimen comunista que había gobernado por décadas al país, dejando a la economía en ruinas, y encarcelado a cualquier opositor que se atreviera a criticarlo. La Iglesia polaca había sido la sombrilla protectora de disidentes y organizaciones que buscaban liberar a Polonia del yugo soviético. El régimen temía a la Iglesia, con razón: había tenido que ceder más de una vez a las demandas de la naciente sociedad civil, cuando la Iglesia era su portavoz. Ahora enfrentaba a un papa polaco, carismático y empoderado dispuesto a apoyar por todos los medios a la oposición encabezada por el sindicato Solidaridad. Y el régimen perdió.

Si la liberación de Europa central, que culminaría con la desaparición de la URSS, hubiera sido su único legado, Juan Pablo II hubiera pasado a la historia como un papa visionario y un extraordinario defensor de la libertad. Pero Juan Pablo II padecía, como muchos de sus antecesores, el síndrome del poder absoluto que obsesionó a Pío IX por años, hasta que estableció a fines del siglo XIX los dogmas de la primacía papal y de infalibilidad del papa cuando hablaba ex cátedra.

La Iglesia se quedó sin instrumentos para reformar los diktats doctrinales de un papa infalible. Por eso el pontífice que había liberado a Polonia fue el mismo que debilitó la doctrina de la Teología de la Liberación, se reunió con Pinochet en su visita a Chile en 1987, mantuvo la anacrónica prohibición al uso de anticonceptivos y echó tierra de silencio sobre las peticiones de mayor participación de las mujeres en la Iglesia, eliminar el celibato y expulsar a los sacerdotes pedófilos que habían destruido emocionalmente a una multitud de niños.

En la infalibilidad y la primacía se refugió también Juan Pablo II cuando visitó la sinagoga (y era la primera vez en milenios que un papa entraba a un templo judío) del viejo ghetto de Roma, para exculpar a Pío XII. De los acuerdos que había firmado con Hitler (desde el Concordato en 1933 hasta los arreglos tras bambalinas de 1943), y de sus silencios, incluyendo el que mantuvo cuando, literalmente, bajo su ventana, los alemanes arrasaron el ghetto y enviaron a sus habitantes a Auschwitz.1

Hubiera sido mejor, para la Iglesia y el mundo, que Juan Pablo II hubiese recuperado el legado (inconcluso) de su antecesor, Juan XXIII, el papa del aggiornamento –que había declarado que él jamás hablaría como si fuera infalible– y convocado al Concilio Vaticano II para adaptar, finalmente, a la Iglesia a la modernidad. Todos los temas –desde el celibato hasta la inclusión de las mujeres y la comunidad de fieles en las labores de la Iglesia– estaban sobre la mesa.

Entre las sesiones del Concilio, Juan XXIII, que sí había salvado a cientos de judíos durante la guerra, eliminó los términos derogatorios con los que los sacerdotes se habían referido a ellos por siglos, estableció un diálogo abierto entre iguales con rabinos y pensadores judíos y rechazó la acusación de deicidio.

Y usó sus batallones –la influencia que se deriva de encabezar una Iglesia con casi 1.5 mil millones de fieles– para hacer un llamado sin precedentes a E.U. y la URSS, durante la crisis de los misiles en 1962, a negociar. John Kennedy era católico y no podía hacer a un lado la voz del papa. Y el periódico Pravda, que era la voz del Kremlin, publicó la petición del papa en su primera plana. Juan XXIII contribuyó, así, a evitar el estallido de un conflicto nuclear.

León XIV es un hombre ilustrado, cosmopolita e inteligente. Tiene todas las opciones abiertas. Hasta ahora no ha cometido ningún error, pero no ha presentado un proyecto amplio sobre sus metas y estrategias. Ojalá retomara los modos y objetivos de Juan XXIII. A la iglesia católica le urge un nuevo concilio: el Vaticano III. ~

  1. James Carroll, Constantine’s sword: The Church and the jews, a history. ↩︎


Publicado en Reforma el 18/V/25.


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